Hace un tiempo, en una de esas temporadas en que tienes que hacer trabajos basura para vivir me pasó algo curioso. Eran momentos muy difíciles y como mis apariciones como actriz no me daban lo suficiente para vivir me puse a trabajar en algo verdaderamente horrible: ser teleoperadora. No había nada más.
El trabajo era horrendo pero tenía sus ventajas: fin de semana libre, algún día si avisabas con tiempo podías no ir al trabajo, horario intensivo de modo que por la tarde estaba libre para estudiar, ir a castings y actuar en lo que saliera, vivir... No estaba mal pero eso no quitaba la profunda depresión que me causó sufrir malostratos constantes. Al teléfono, mucha gente estaba siempre insultándome, gritándome y amenazándome, algo que para mí es inconcedible. Cuando me llaman a mí si algo no me interesa lo digo, doy las gracias y ya está, jamás insulto. No puedo comprender esa violencia, esa mala educación y que encima se justifique con: "es que no quiero nada", "no quiero que me llamen" o "no son horas"... porque el trabajador no quiere molestar, está trabajando y lo hace en las horas en las que le toca ir.
Las vejaciones me estaban matando y por las mañanas cuando sonaba el despertador sólo tenía ganas de llorar. Además, en la empresa no había garantías de recibir un sueldo a cambio del trabajo, hubo nóminas que no se pagaron y se ganaba poco dinero...
Un día entré en el trabajo especialmente triste por otros temas de mi vida pero además me vejaron especialmente. Una llamada tras otra era un aluvión de gritos e insultos sin dejarme a duras penas descansar entre agresión y agresión. Estaba especialmente mal y el día se presentaba especialmente cruel. Me pregunté si sería el Día internacional del gilipollas... Me hundí en mi cabina, aguantando las lágrimas que luchaban por salir. Necesitaba huir.
En esa época recuerdo que esperaba una señal que me salvara de todo aquello. No sabía si sería otra oportunidad de trabajo, un buen papel o qué, pero necesitaba un gran cambio. Así que cada día intentaba estar pendiente de mi teléfono, correo electrónico... Estaba prohibido pero dejé mi móvil encendido encima de la mesa, no quería perderme el momento glorioso en que me llegase la llamada que me salvase de todo aquello.
El suplicio continuaba y me sentía impotente, una esclava. No podía dejar las llamadas por un momento por miedo a perder el trabajo, no era libre para echarme a llorar, devolver los insultos, ni tampoco podía tirar el pinganillo diciendo: ¡no pienso aguantar esto, me voy! porque no había ningún otro sitio al que ir a trabajar. Necesitaba un milagro.
Entonces... ¡ocurrió! Mi móvil sonó, ¡había recibido un sms! Mi corazón dio un vuelco. Agarré el móvil con una profunda impresión y miré el sms. Era una frase, corta, simple y poderosa: "Hola, te quiero".
Un gran alivio me apaciguó, sonreí, volvieron las lágrimas a mis ojos pero esta vez eran de ternura. Entre tanta agresión fue un regalo maravilloso recibir ese mensaje. Miré quién lo había enviado, busqué los contactos "sospechosos" pero no era de nadie que yo conociera. Parecía que lo había enviado algún desconocido, con total seguridad, por error. Yo estaba emocionada y divertida aunque pensé: vamos chica, no seas abusrda, esa persona no sabe quién eres y por lo tanto no te quiere, se equivocó de número... Aún así seguí el día con una actitud más fuerte, cierta alegría a pesar de mi dolorosa situación. Aquello era hermoso y estuve a punto de llamar para saber quién era, oír su voz... pero no me atreví. Me faltó poco para escribirle por lo menos un mensaje de respuesta: No sé quién eres pero gracias, yo también te quiero.
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